Este es un relato corto que escribí harán ya unos 5 o 6 años, durante la época en que trabaja en San Pedro. Es una ficción desarrollada en torno a hechos reales pero que, para efectos de dramatismo, retoqué un poquito. No es mi meta dar ningún tipo de lección con esto, simplemente una especie de fábula urbana de principios de siglo. Por cierto, fue publicada en la edición #4 de la revista Calle 3, en abril de 2006.
El Duelo
“Hoy la muerte sabe a la tristeza que embarga a los periódicos leídos.”
Eduardo Valverde
Eduardo y yo éramos muy buenos amigos. Bueno, no han cambiado mucho las cosas pero ahora tenemos diferencias irreconciliables que nos han puesto en términos no tan amistosos. En realidad, Eduardo ni siquiera sabe que estamos enfrentados en franco duelo.
Para dar una visión un poco más clara de la situación es oportuno explicar las circunstancias en que se han sucedido los hechos. Hace como 4 meses nos reuníamos a menudo a tomarnos unas cervezas con regularidad. Eduardo siempre llegaba y la pasábamos genial. Por esas cosas de la vida, la hinchazón del esparcimiento no dejaba ver más allá del amanecer del siguiente día. Así paso y él empezó a trabajar en el mismo lugar en el que yo lo hacía. Como la cantidad de casilleros era inferior a la de empleados, yo le ofrecí compartir el que yo tenía. Él aceptó gustoso y ahí sellamos nuestro cruento destino.
La primera vez no fue tan mala. Digo, pensé que era una casualidad nada más. La segunda me contrarió ligeramente. De ahí en adelante todo fue ira y frustración. Eduardo cerraba el candado al revés. Yo lo dejaba de forma en que yo solamente lo tomaba con mi mano izquierda e introducía la llave con los dientes hacia arriba en la ranura con mi mano derecha. En cambio, él lo hacía completamente diferente. Invertía el orden, violaba mi tranquilidad, me hacía perder el juicio.
Mi estrategia al principio consistió en ponerlo bien cada vez que lo encontraba al revés. El problema es que él hacía exactamente lo contrario. Desfachatez la de Eduardo pretendiendo alterar el orden universal de mis cosas cuando yo, por derecho de antigüedad honradamente adquirido, no lo aprobaba. Para empeorar, él, a veces se excedía en la cantidad de paquetes que físicamente podía albergar nuestro casillero. Entonces, para mi tormento, cuando lo abría todo se venía abajo. ¡Qué castigo! Tenía, pues, que recoger todo aquel tiradero de chunches esparcidos por los suelos.
Mi única salida era matarlo. Luego de meses de meditación, llegué a la terrible conclusión que había estado tratando de esquivar por largos días. El heraldo negro había entregado por fin su misiva y no podía obviarla. Tenía que darle muerte a Eduardo. ¡Ay! ¡Qué macabro es el destino que me puso en este predicamento! ¡Maldita sea mi suerte y el hado que me condenó a tan dramática salida! Sin embargo, no era mi culpa. Él solito se lo había buscado. Él y su forma de ser diferente eran los responsables de mi tortura. Por él, todo llegaba a este infeliz desenlace. Él me había hecho perder la cordura y debía pagar con su sangre por profanar mi paz, mi orden, mi casillero... mi intimidad.
Vaya ironía se me vino después encima sin siquiera dejarme concretar mi propósito. Una vez planeado todo; ya dispuesta la tumba y el epitafio y un ramo de crisantemos, Eduardo apareció para decirme que tenía casillero propio. Surgió de la sombra de ese maldito candado arrevesado para entregarme la llave cual espíritu que te devuelve con una piecita de metal la cordura. ¡Así de fácil pensó él que disolvería la afrenta! Ingenua criatura pensé. Lo invité a un café y de regreso descargué mi furia y mi revolver contra su frágil mortalidad. Después, como tenía dispuesto, le di sagrada sepultura y le regalé el epitafio más fantástico que jamás ha existido. Lo es porque al detenerse frente a la tumba, hay que rodear la lápida para poder leerlo. Vaya ironía verdad Eduardo, vaya ironía mal nacido que tendrás que salir de ahí a cómo podás y tendrás que darte vuelta para ver tu lápida y tendrás que rodear tu propia lápida para leer las palabras que son las más tuyas. Verás cómo se siente que algo tan tuyo sea puesto al revés por otro. Ya verás carepicha, sentirás en carne, si es que no se la comen primero las larvas, lo que yo padecí por vos mal parto.
Ahora estoy muy bien. Nadie viola mi intimidad ni cambia nada a mi alrededor. Piensan que estoy loco pero lo que no saben es que están equivocados, todos ellos, inclusive Sofía. La única razón para no demostrarles lo contrario es la extrema comodidad en la que me encuentro aquí. Tengo mi propio casillero que no tengo que compartir con nadie. Es muy grande, de madera finísima y abarca toda una pared. Como está dentro de mi habitación, no tengo que ponerle candado ni cerrarlo con llave. Es tan espacioso que entran mis zapatos, ropa y hasta mi paraguas. Además, la ventana de mi habitación da a la colina donde enterré a ese desgraciado. Desde ella puedo ver la tumba y la lápida que aun no han sido cubiertas del todo por la maleza. De esta forma, podré ver cuando Eduardo salga a leer su epitafio y tenga que dar la vuelta como un perfecto idiota para poder hacerlo. Entonces estará consumada mi venganza y mi plan se habrá realizado. Mientras tanto, sigo aquí esperando con esta sonrisa de triunfo en mi boca.